
La culpa siempre fue de alguien más
Lic. Miguel Palau – Economista -Octubre 2025
El título del siguiente artículo no ignora el delay natural entre la aplicación de una política y sus efectos reales. Ninguna gestión puede escapar a la inercia de los ciclos previos: todo gobierno hereda contextos, decisiones y desequilibrios que condicionan su margen de acción. Pero convertir esa constatación en dogma —instalar la idea de que todo lo que sucede es siempre culpa de otro— es un error profundo.
Desde la filosofía de Jean-Paul Sartre, esa evasión tiene nombre: mala fe. Es el acto por el cual el individuo, o una sociedad entera, elige no asumir su libertad ni su responsabilidad, refugiándose en explicaciones ajenas. Aplicado a la política, equivale a renunciar a la conciencia de nuestros propios actos. Y esa renuncia, repetida en el tiempo, explica por qué la Argentina se volvió experta en vivir dentro de su propio pasado.
Los problemas económicos —y los debates que los acompañan— seguirán existiendo mientras sus causas sigan vivas. En la Argentina, incluso en medio de un supuesto milagro, los viejos males se repiten: inflación, dólar, deuda, falta de crédito, desigualdad, pobreza, desempleo, un Estado sobredimensionado y provincias que funcionan como refugios laborales. Lo que cambió —y empeoró— es la forma en que interpretamos su evolución y su dinámica. Todo está envuelto en un ruido constante, una niebla de relatos cruzados que distorsiona cada dato, cada anuncio y cada esperanza. Vivimos en una inconsistencia permanente, donde cualquier señal, optimista o pesimista, se amplifica hasta el extremo y termina disolviéndose en la confusión.
Si yo, que soy economista, apenas resisto la batería de anuncios diarios —que en los últimos dos meses deben haber superado en número a los realizados en los últimos dos siglos—, no me imagino al argentino promedio, que ya no sabe qué creer. Escucha que el país crece, pero no llega a fin de mes; que hay superávit, pero no hay crédito; que la inflación bajó, pero no lo nota. Es difícil ir en contra de un dato, no es opinión es dato, pero los supuestos y las metodologías terminan generando diversas interpretaciones que dcada quien acomoda. La información llega distorsionada según la orilla de la grieta que la difunda, y el ciudadano común no logra distinguir el núcleo de la niebla
¿Cómo se interpreta una economía si cada actor político, cada medio y cada red social cuentan su versión? ¿Cómo se vota, cómo se invierte, cómo se planifica, si la realidad es un espejo roto?
Desde los Estados Unidos, el propio presidente llegó a decir que “los argentinos se están muriendo, literal”. En los medios norteamericanos no falta el sarcasmo ni la crítica: se burlan del temperamento del presidente argentino y de que los contribuyentes estadounidenses deban convertirse en “degenerados fiscales” —así lo llaman— para sostener el esquema cambiario de Argentina . Desde afuera nos miran con desconcierto y muestran evidencia para reforzarlo. Desde adentro, el relato oficial dice otra cosa: que lo peor ya pasó, que el ajuste fue necesario y que ahora viene lo mejor.
Pero durante el ajuste nadie lo admitía. Se construyó un milagro, se vendió euforia, se aplaudió cada anuncio como si fuera histórico. La economía argentina sube “como pedo de buzo”. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Ya pasó lo peor?
Y vos, en el medio.
Esperando que te cuenten qué pasa.
Vivimos entre dos ficciones. Por un lado, el miedo a que vuelvan los modelos viejos, corruptos y prebendarios. Por el otro, la esperanza de que este nuevo modelo —con un contrato moralmente dudoso, políticamente áspero y socialmente poco empático— logre repuntar. Que los puentes, los swaps, las reformas y los salvatajes sirvan para algo. Pero cada vez cuesta más creerle a alguien. El votante se cansó de la obediencia ciega, de los discursos duros, de los gestos mesiánicos y de los insultos públicos. El argentino promedio ya no busca milagros: busca que dejen de mentirle.
Hace poco leí a un columnista que culpaba al votante de centro, ese que no se define, que critica a todos pero no se compromete con nadie. Y pensé: ¿qué te dan a elegir? La obsecuencia no es una opción. El problema no es la falta de compromiso, sino la falta de alternativas que no insulten la inteligencia.
Mientras tanto, la política argentina sigue girando sobre sí misma. El presidente pide dejar de mirar atrás, pero no hay discurso suyo en el que no aparezcan discusiones anacrónicas o una referencia al kirchnerismo como causa de todo. Es un loop eterno, una máquina de culpas que nunca se detiene. La política argentina vive mirando por el espejo retrovisor, y en ese reflejo la economía se queda sin dirección.
La consecuencia de tanto ruido es una volatilidad emocional que ya se volvió estructural. Un día todo sube: los bonos, las acciones, la fe. Al siguiente, el mismo mercado que festejaba una conferencia se desploma por un tuit. Así no se puede construir nada: ni confianza, ni crédito, ni futuro. Los argentinos no estamos divididos entre derecha o izquierda, entre mercado o Estado. Estamos divididos entre los que todavía creen que hay salida y los que ya no.
Y mientras tanto, seguimos atrapados en una narración ajena, donde nadie dice lo que pasa, pero todos pretenden explicarlo. Donde el gobierno anuncia alianzas con Estados Unidos, swaps, recompras de deuda y reformas estructurales; promete superávit, estabilidad, pobreza en caída libre y un milagro económico que desde el llano no se percibe. Donde las consultoras recortan pronósticos, la inversión no aparece y la construcción —ese termómetro de los ciclos— se hunde más de un 20%, mientras la macro se celebra en conferencias de prensa.
El relato oficial sostiene que el modelo está calibrado y que, tras las elecciones de octubre, todo volverá a la normalidad. Pero el modelo ya muestra signos de agotamiento: desde el frente cambiario hasta la acumulación de reservas, las tensiones son visibles. Después de todo, esto puede resumirse en una cuestión de flujos: sin crecimiento, no hay equilibrio que dure. Ningún programa económico —inspirado o no en el Consenso de Washington— cierra sin expansión. En ninguno, pero en este menos, porque el supuesto derrame no proviene de políticas redistributivas, sino retributivas.
La lógica no es expandir el ingreso, sino aliviar la carga tributaria.
Y sin crecimiento, el superávit fiscal se vuelve insostenible y la baja de impuestos, una fantasía.
En el fondo, seguimos presos de lo mismo: de la necesidad de encontrar culpables.
La culpa siempre fue de alguien más.
Y mientras sigamos buscando responsables y no soluciones, los problemas de fondo seguirán ahí, esperando pacientemente el próximo milagro que vuelva a fracasar.